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seis metros de anchura en el lugar donde nos hallábamos, y unos treinta de longitud.
Todas las laderas parecían cortadas a pico, sobre todo en el lugar que habíamos
escalado.
Gracias, extranjero silbó melodiosamente la Madre . Has salvado mi vida y la
supervivencia de todo mi pueblo.
He pagado mi deuda le respondí.
Contemplamos los globos rojos. Poco después llegaban al pie del peñasco. Del grupo
se alzó un estruendoso redoble. Y se desplegaron para poner cerco a nuestro refugio.
Luego intentaron escalarlo. Sus fuerzas no alcanzaban a saltar como yo. Pero hallaban
grietas y salientes, donde apoyaban sus largos tentáculos. Empezaban a subir poco a
poco.
Contorneando la cumbre del peñasco, disparé contra los que avanzaban más.
Apuntaba cuidadosamente al ojo, o a la base de un tentáculo. Por lo general, un solo
disparo me bastaba para enviarlos, rodando, al fondo cubierto de vegetación verde.
Desde nuestra fortaleza se dominaba un panorama excepcional. A un lado se veía una
gran extensión de matorral amarillo, y más lejos la cordillera de color carmesí. Al otro, la
selva exuberante de enredaderas verdes, hasta llegar al ancho y plateado río. Amarillo y
verde cubrían la pendiente que se extendía hasta las colinas escarlata.
Nos defendimos durante todo un día.
El sol se puso detrás de las montañas rojas cuando sólo llevábamos una o dos horas
en aquella cumbre aislada. Una noche cerrada habría puesto inmediato fin a nuestras
aventuras. Pero, por suerte, el inmenso disco blanco de la Tierra salió casi en seguida y
durante toda la noche su luz nos permitió ver a nuestros enemigos, que no cejaban en su
empeño de escalar los muros de nuestra fortaleza.
Al atardecer del día siguiente preparé mi último cartucho. Me volví para comunicarle a
la Madre que ya no podría impedir que las esferas rojas escalaran el peñasco. Pronto
acabarían con nosotros.
No importa silbó . Los Eternos han vuelto a localizar nuestro paradero.
Miré nerviosamente a mi alrededor, y allí estaban otra vez las columnas de luz
espectral. Siete barras delgadas y verticales de brillo plateado formaban un cerco a
nuestro alrededor. Parecían idénticas a las que habíamos conseguido burlar la primera
vez, a orillas del lago.
Hace rato que nos vigilan dijo . Antes logramos escapar, pero ahora será
imposible.
Enroscó serenamente su cuerpo leonado, plegando las alas blancas a ambos lados.
Acurrucó la cabecita entre las espirales, dejando ver sólo el penacho azul. Sus ojos color
violeta miraban serios, serenos y atentos, mas no expresaban temor ni desesperación.
Las siete columnas de luz brillaban cada vez más.
Una de las esferas rojas, adelantando sus tentáculos negros, se arrastró hacia nosotros
sobre la roca. La Madre la vio, pero no hizo caso. Estaba fuera del círculo formado por las
siete columnas. Permanecí inmóvil dentro de ese círculo, al lado de la Madre, mirando...
esperando.
Las siete columnas de luz emitían un brillo cegador, y luego dejaron de ser luz para
convertirse en barras de puro metal.
Al mismo tiempo me cegó un relámpago de luz insoportablemente brillante. Un
estampido ensordecedor hirió mis oídos, seco como un tiro de escopeta y mucho más
fuerte. Un espasmo de dolor recorrió mi cuerpo, como si hubiera recibido una poderosa
descarga eléctrica. Creí notar una sacudida, como si el peñasco se hubiera movido bajo
mis pies a causa de un seísmo lunar.
Volábamos sobre una gran plataforma metálica. En su periferia se alzaban siete barras
de metal que emitían luz blanca, y cuyas posiciones correspondían exactamente a las que
habían ocupado las siete columnas espectrales. La Madre estaba enroscada sobre la
plataforma, a mi lado. Sus ojos fríos y serenos no demostraban ninguna sorpresa.
Yo, en cambio, estaba helado de asombro.
Ya no estábamos en la selva. La plataforma metálica era parte de una complicada
estructura de barras, serpentines de alambre y enormes tubos de cristal transparente, que
se alzaba en medio de un gran patio con el suelo de metal brillante muy desgastado por el
uso.
Alrededor del patio se veían construcciones. Grandes edificios rectangulares de metal y
vidrio. No eran artísticos, y además se hallaban en mal estado. El metal presentaba feas
manchas de orín rojo. Muchos de los cristales estaban rotos.
Por las calles pavimentadas con metal y el gran patio se movían unos objetos
desconocidos. No eran seres humanos ni, desde luego, animales, sino ridículos objetos
de metal. Máquinas. Tampoco presentaban un aspecto uniforme. Apenas se veían
ejemplares idénticos. Manifiestamente, sus diferentes formas respondían a distintos
propósitos. Sin embargo, muchos imitaban las apariencias de la vida, cual horribles
caricaturas.
Estamos en el país de los Eternos silbó bajito la Madre . Éstos son los seres que
destruyeron a mi pueblo, en busca de nuevos cerebros para sus gastadas máquinas.
¿Cómo nos han traído aquí? pregunté.
Por lo visto han inventado un sistema para transmitir la materia a través del espacio.
Un mero problema técnico. Transforman la materia en energía, transmiten la energía sin
pérdidas mediante un rayo luminoso, y vuelven a condensarla en átomos. No tiene nada
de particular que los Eternos sepan hacer semejante cosa, puesto que renunciaron a la
vida verdadera para alcanzar ese poder. Puesto que cambiaron sus cuerpos a cambio de
máquinas, ¿no iban a ganar algo con el cambio?
¡Es increíble...!
Lo es para ti. La ciencia de tu mundo es joven. Si al cabo de pocos siglos ha
progresado hasta conseguir la televisión, ¿qué no inventaréis en cien milenios? Pero esto
es nuevo incluso entre los Eternos. Al fin han logrado transmitir objetos entre dos
estaciones sin destruir su identidad. Pero no sabía que poseyeran este aparato de rayos
transportadores, capaz de desintegrar nuestros cuerpos sobre el peñasco y crear una
zona reflectante de interferencia que concentraría el rayo aquí, y...
Sus silbidos cesaron de súbito. Tres grotescas máquinas se acercaban a la plataforma:
extrañas cajas brillantes, llenas de palancas y ruedas. Miembros de articulaciones
metálicas. Todos tenían en la parte superior una cúpula de cristal transparente, que
contenía una informe masa gris. Una gelatina gris y vulnerable, con enormes ojos negros
de mirada inexpresiva. ¡El cerebro de la máquina! ¡El Eterno!
Aquellos seres de metal eran horribles simulacros de vida. Al principio, con sus
movimientos rápidos y seguros, parecían verdaderamente vivos. Pero sólo emitían
sonidos metálicos, martilleos y zumbidos. Eran groseros y horribles.
Sus ojos me pusieron la carne de gallina. Enormes, negros y helados. No había calor
en ellos, ni expresión humana. Eran indiferentes como culos de botella. Pero implicaban
un peligro inminente.
¡No me cogerán viva! silbó la Madre, irguiéndose a mi lado sobre sus leonadas
espirales.
Entonces, como si se hubiera disparado en mi mente un resorte, corrí hacia el Eterno
que estaba más cerca, mientras buscaba un arma con los ojos.
Agarré una de las barras metálicas. Su extremo inferior estaba alojado en una extraña
pieza de cristal blanco, que imaginé sería un aislador. Se quebró cuando apoyé mi peso
sobre la barra. La cogí con ambas manos, el resplandor blanco desapareció y vi que era
de cobre.
Así pues, disponía de una maciza cachiporra de metal, cuyo peso no me impedía
manejarla con facilidad. En la Tierra seguramente no habría podido levantarla siquiera.
Enarbolando mi arma, me planté enfrente de la primera máquina, un cajón metálico que
avanzaba torpemente sobre sus miembros de metal, coronado por la cúpula de vidrio que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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seis metros de anchura en el lugar donde nos hallábamos, y unos treinta de longitud.
Todas las laderas parecían cortadas a pico, sobre todo en el lugar que habíamos
escalado.
Gracias, extranjero silbó melodiosamente la Madre . Has salvado mi vida y la
supervivencia de todo mi pueblo.
He pagado mi deuda le respondí.
Contemplamos los globos rojos. Poco después llegaban al pie del peñasco. Del grupo
se alzó un estruendoso redoble. Y se desplegaron para poner cerco a nuestro refugio.
Luego intentaron escalarlo. Sus fuerzas no alcanzaban a saltar como yo. Pero hallaban
grietas y salientes, donde apoyaban sus largos tentáculos. Empezaban a subir poco a
poco.
Contorneando la cumbre del peñasco, disparé contra los que avanzaban más.
Apuntaba cuidadosamente al ojo, o a la base de un tentáculo. Por lo general, un solo
disparo me bastaba para enviarlos, rodando, al fondo cubierto de vegetación verde.
Desde nuestra fortaleza se dominaba un panorama excepcional. A un lado se veía una
gran extensión de matorral amarillo, y más lejos la cordillera de color carmesí. Al otro, la
selva exuberante de enredaderas verdes, hasta llegar al ancho y plateado río. Amarillo y
verde cubrían la pendiente que se extendía hasta las colinas escarlata.
Nos defendimos durante todo un día.
El sol se puso detrás de las montañas rojas cuando sólo llevábamos una o dos horas
en aquella cumbre aislada. Una noche cerrada habría puesto inmediato fin a nuestras
aventuras. Pero, por suerte, el inmenso disco blanco de la Tierra salió casi en seguida y
durante toda la noche su luz nos permitió ver a nuestros enemigos, que no cejaban en su
empeño de escalar los muros de nuestra fortaleza.
Al atardecer del día siguiente preparé mi último cartucho. Me volví para comunicarle a
la Madre que ya no podría impedir que las esferas rojas escalaran el peñasco. Pronto
acabarían con nosotros.
No importa silbó . Los Eternos han vuelto a localizar nuestro paradero.
Miré nerviosamente a mi alrededor, y allí estaban otra vez las columnas de luz
espectral. Siete barras delgadas y verticales de brillo plateado formaban un cerco a
nuestro alrededor. Parecían idénticas a las que habíamos conseguido burlar la primera
vez, a orillas del lago.
Hace rato que nos vigilan dijo . Antes logramos escapar, pero ahora será
imposible.
Enroscó serenamente su cuerpo leonado, plegando las alas blancas a ambos lados.
Acurrucó la cabecita entre las espirales, dejando ver sólo el penacho azul. Sus ojos color
violeta miraban serios, serenos y atentos, mas no expresaban temor ni desesperación.
Las siete columnas de luz brillaban cada vez más.
Una de las esferas rojas, adelantando sus tentáculos negros, se arrastró hacia nosotros
sobre la roca. La Madre la vio, pero no hizo caso. Estaba fuera del círculo formado por las
siete columnas. Permanecí inmóvil dentro de ese círculo, al lado de la Madre, mirando...
esperando.
Las siete columnas de luz emitían un brillo cegador, y luego dejaron de ser luz para
convertirse en barras de puro metal.
Al mismo tiempo me cegó un relámpago de luz insoportablemente brillante. Un
estampido ensordecedor hirió mis oídos, seco como un tiro de escopeta y mucho más
fuerte. Un espasmo de dolor recorrió mi cuerpo, como si hubiera recibido una poderosa
descarga eléctrica. Creí notar una sacudida, como si el peñasco se hubiera movido bajo
mis pies a causa de un seísmo lunar.
Volábamos sobre una gran plataforma metálica. En su periferia se alzaban siete barras
de metal que emitían luz blanca, y cuyas posiciones correspondían exactamente a las que
habían ocupado las siete columnas espectrales. La Madre estaba enroscada sobre la
plataforma, a mi lado. Sus ojos fríos y serenos no demostraban ninguna sorpresa.
Yo, en cambio, estaba helado de asombro.
Ya no estábamos en la selva. La plataforma metálica era parte de una complicada
estructura de barras, serpentines de alambre y enormes tubos de cristal transparente, que
se alzaba en medio de un gran patio con el suelo de metal brillante muy desgastado por el
uso.
Alrededor del patio se veían construcciones. Grandes edificios rectangulares de metal y
vidrio. No eran artísticos, y además se hallaban en mal estado. El metal presentaba feas
manchas de orín rojo. Muchos de los cristales estaban rotos.
Por las calles pavimentadas con metal y el gran patio se movían unos objetos
desconocidos. No eran seres humanos ni, desde luego, animales, sino ridículos objetos
de metal. Máquinas. Tampoco presentaban un aspecto uniforme. Apenas se veían
ejemplares idénticos. Manifiestamente, sus diferentes formas respondían a distintos
propósitos. Sin embargo, muchos imitaban las apariencias de la vida, cual horribles
caricaturas.
Estamos en el país de los Eternos silbó bajito la Madre . Éstos son los seres que
destruyeron a mi pueblo, en busca de nuevos cerebros para sus gastadas máquinas.
¿Cómo nos han traído aquí? pregunté.
Por lo visto han inventado un sistema para transmitir la materia a través del espacio.
Un mero problema técnico. Transforman la materia en energía, transmiten la energía sin
pérdidas mediante un rayo luminoso, y vuelven a condensarla en átomos. No tiene nada
de particular que los Eternos sepan hacer semejante cosa, puesto que renunciaron a la
vida verdadera para alcanzar ese poder. Puesto que cambiaron sus cuerpos a cambio de
máquinas, ¿no iban a ganar algo con el cambio?
¡Es increíble...!
Lo es para ti. La ciencia de tu mundo es joven. Si al cabo de pocos siglos ha
progresado hasta conseguir la televisión, ¿qué no inventaréis en cien milenios? Pero esto
es nuevo incluso entre los Eternos. Al fin han logrado transmitir objetos entre dos
estaciones sin destruir su identidad. Pero no sabía que poseyeran este aparato de rayos
transportadores, capaz de desintegrar nuestros cuerpos sobre el peñasco y crear una
zona reflectante de interferencia que concentraría el rayo aquí, y...
Sus silbidos cesaron de súbito. Tres grotescas máquinas se acercaban a la plataforma:
extrañas cajas brillantes, llenas de palancas y ruedas. Miembros de articulaciones
metálicas. Todos tenían en la parte superior una cúpula de cristal transparente, que
contenía una informe masa gris. Una gelatina gris y vulnerable, con enormes ojos negros
de mirada inexpresiva. ¡El cerebro de la máquina! ¡El Eterno!
Aquellos seres de metal eran horribles simulacros de vida. Al principio, con sus
movimientos rápidos y seguros, parecían verdaderamente vivos. Pero sólo emitían
sonidos metálicos, martilleos y zumbidos. Eran groseros y horribles.
Sus ojos me pusieron la carne de gallina. Enormes, negros y helados. No había calor
en ellos, ni expresión humana. Eran indiferentes como culos de botella. Pero implicaban
un peligro inminente.
¡No me cogerán viva! silbó la Madre, irguiéndose a mi lado sobre sus leonadas
espirales.
Entonces, como si se hubiera disparado en mi mente un resorte, corrí hacia el Eterno
que estaba más cerca, mientras buscaba un arma con los ojos.
Agarré una de las barras metálicas. Su extremo inferior estaba alojado en una extraña
pieza de cristal blanco, que imaginé sería un aislador. Se quebró cuando apoyé mi peso
sobre la barra. La cogí con ambas manos, el resplandor blanco desapareció y vi que era
de cobre.
Así pues, disponía de una maciza cachiporra de metal, cuyo peso no me impedía
manejarla con facilidad. En la Tierra seguramente no habría podido levantarla siquiera.
Enarbolando mi arma, me planté enfrente de la primera máquina, un cajón metálico que
avanzaba torpemente sobre sus miembros de metal, coronado por la cúpula de vidrio que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]