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y a encender la mecha lenta (con la que se descargaba cuando era
necesario) en las ascuas de un buen fuego que expiraba en la gigantesca
chimenea del hall, chimenea que era tan grande que bien podía llamarse
gabinete gótico o capilla perteneciente al hall.
Una vez realizado esto, Oliver le contó que aún ignoraba que uno de
los altos privilegios de su Cuerpo era el de recibir órdenes tan sólo del
rey en persona, o del gran condestable de Francia, en vez de sus propios
oficiales.
-Queda usted aquí colocado por orden de Su Majestad, joven -añadió
Oliver-, y no permanecerá aquí largo tiempo sin saber para qué ha sido
citado. Mientras tanto, su paseo será a lo largo de esta galería. Le está
permitido quedarse quieto cuando guste, pero por ningún motivo sentarse o
abandonar su arma. Tampoco ha de cantar alto ni silbar bajo ningún
pretexto; pero puede, si lo desea, rezar algunas de las oraciones de la
Iglesia, o lo que quiera que no sea ofensivo, en voz baja. Adiós, y buena
guardia.
«¡Buena guardia!», pensó el joven soldado mientras su guía se
deslizaba con ese paso silencioso que le era peculiar y desaparecía a
través de una puerta lateral detrás de la tapicería. «¡Buena guardia!
¿Pero qué es lo que tengo que vigilar? ¿Pues qué, aparte de ratas o
murciélagos, existe aquí contra quien luchar, a no ser que estos
espantosos y viejos retratos de personajes se animasen por haberles
perturbado mi guardia? Bien, es mi deber y debo realizarlo.»
Con el firme propósito de desempeñar su deber de la mejor manera
posible, trató de matar el tiempo con algunos de los piadosos himnos que
había aprendido en el convento en el que encontró refugio después de la
muerte de su padre, pensando que si no fuese por el cambio del hábito de
novicio por el rico uniforme militar que ahora llevaba, su paseo marcial
por la real galería de retratos de Francia se parecía mucho a los que
habían llegado a aburrirle por los claustros de su reclusión en
Aberbrothick.
Ahora, como para convencerse que no pertenecía a la celda, sino al
mundo, cantó para sí, pero en tono tal que no excedía del permiso que le
habían dado, algunas de las antiguas y rudas baladas que la vieja familia
del arpero le había enseñado sobre la derrota de los daneses en Aberlemno
y Forres, el asesinato del rey Duffus en Forfar y otros sonetos y
canciones melodiosas que pertenecían a la historia de su distante país
nativo, y en especial al distrito en que había nacido. En esto gastó
mucho tiempo, y eran ya más de las dos cuando Quintín recordó por su
apetito que los buenos padres de Aberbrothick, por muy exigentes que
fuesen en punto a su asistencia a las horas de rezo, no eran menos
puntuales en citarle a las de comer; mientras que aquí, en el interior de
un palacio real, después de una mañana empleada en la cacería y una tarde
agotada en el deber, nadie se acordaba de que debía estar impaciente por
yantar.
Hay, sin embargo, encantos en los sonidos melodiosos que pueden
aquietar aun los sentimientos naturales de impaciencia que ahora
experimentaba Quintín. En las extremidades opuestas del largo hall o
galería había dos grandes puertas, adornadas con pesados arquitrabes, y
que probablemente daban a dos series diferentes de habitaciones, a las
que la galería servía como medio natural de comunicación. El centinela
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hacía su solitario paseo entre esas dos entradas que formaban el límite
de su vigilancia, y en una de sus idas y venidas quedó sorprendido por un
sonido musical que pareció surgir de pronto detrás de una de las puertas,
y que era una combinación del mismo laúd y voz que le había encantado el
día anterior. Todos los sueños de ayer mañana, tan debilitados por las
circunstancias varias experimentadas desde entonces, resurgieron con
mayor relieve, y situado en el sitio donde con más claridad los percibía,
Quintín resultaba, con su arcabuz al hombro, boca medio abierta y ojos,
oídos y alma atentos, más bien la imagen de un centinela que uno de carne
y hueso, sin más idea que la de captar todos los sonidos que llegasen de
tan dulce melodía.
Estos sonidos deliciosos eran oídos a medias: languidecían, se
retrasaban, cesaban del todo, y de vez en cuando eran renovados después
de ciertos intervalos. Pero aparte de que la música, como la belleza, es
a menudo más deliciosa, o por lo menos más interesante a la imaginación,
cuando sus encantos están medio velados, y se deja a la imaginación el
suplir lo que con la distancia resulta detallado imperfectamente, Quintín
tenía asuntos suficientes en que emplear su imaginación durante los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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y a encender la mecha lenta (con la que se descargaba cuando era
necesario) en las ascuas de un buen fuego que expiraba en la gigantesca
chimenea del hall, chimenea que era tan grande que bien podía llamarse
gabinete gótico o capilla perteneciente al hall.
Una vez realizado esto, Oliver le contó que aún ignoraba que uno de
los altos privilegios de su Cuerpo era el de recibir órdenes tan sólo del
rey en persona, o del gran condestable de Francia, en vez de sus propios
oficiales.
-Queda usted aquí colocado por orden de Su Majestad, joven -añadió
Oliver-, y no permanecerá aquí largo tiempo sin saber para qué ha sido
citado. Mientras tanto, su paseo será a lo largo de esta galería. Le está
permitido quedarse quieto cuando guste, pero por ningún motivo sentarse o
abandonar su arma. Tampoco ha de cantar alto ni silbar bajo ningún
pretexto; pero puede, si lo desea, rezar algunas de las oraciones de la
Iglesia, o lo que quiera que no sea ofensivo, en voz baja. Adiós, y buena
guardia.
«¡Buena guardia!», pensó el joven soldado mientras su guía se
deslizaba con ese paso silencioso que le era peculiar y desaparecía a
través de una puerta lateral detrás de la tapicería. «¡Buena guardia!
¿Pero qué es lo que tengo que vigilar? ¿Pues qué, aparte de ratas o
murciélagos, existe aquí contra quien luchar, a no ser que estos
espantosos y viejos retratos de personajes se animasen por haberles
perturbado mi guardia? Bien, es mi deber y debo realizarlo.»
Con el firme propósito de desempeñar su deber de la mejor manera
posible, trató de matar el tiempo con algunos de los piadosos himnos que
había aprendido en el convento en el que encontró refugio después de la
muerte de su padre, pensando que si no fuese por el cambio del hábito de
novicio por el rico uniforme militar que ahora llevaba, su paseo marcial
por la real galería de retratos de Francia se parecía mucho a los que
habían llegado a aburrirle por los claustros de su reclusión en
Aberbrothick.
Ahora, como para convencerse que no pertenecía a la celda, sino al
mundo, cantó para sí, pero en tono tal que no excedía del permiso que le
habían dado, algunas de las antiguas y rudas baladas que la vieja familia
del arpero le había enseñado sobre la derrota de los daneses en Aberlemno
y Forres, el asesinato del rey Duffus en Forfar y otros sonetos y
canciones melodiosas que pertenecían a la historia de su distante país
nativo, y en especial al distrito en que había nacido. En esto gastó
mucho tiempo, y eran ya más de las dos cuando Quintín recordó por su
apetito que los buenos padres de Aberbrothick, por muy exigentes que
fuesen en punto a su asistencia a las horas de rezo, no eran menos
puntuales en citarle a las de comer; mientras que aquí, en el interior de
un palacio real, después de una mañana empleada en la cacería y una tarde
agotada en el deber, nadie se acordaba de que debía estar impaciente por
yantar.
Hay, sin embargo, encantos en los sonidos melodiosos que pueden
aquietar aun los sentimientos naturales de impaciencia que ahora
experimentaba Quintín. En las extremidades opuestas del largo hall o
galería había dos grandes puertas, adornadas con pesados arquitrabes, y
que probablemente daban a dos series diferentes de habitaciones, a las
que la galería servía como medio natural de comunicación. El centinela
100
hacía su solitario paseo entre esas dos entradas que formaban el límite
de su vigilancia, y en una de sus idas y venidas quedó sorprendido por un
sonido musical que pareció surgir de pronto detrás de una de las puertas,
y que era una combinación del mismo laúd y voz que le había encantado el
día anterior. Todos los sueños de ayer mañana, tan debilitados por las
circunstancias varias experimentadas desde entonces, resurgieron con
mayor relieve, y situado en el sitio donde con más claridad los percibía,
Quintín resultaba, con su arcabuz al hombro, boca medio abierta y ojos,
oídos y alma atentos, más bien la imagen de un centinela que uno de carne
y hueso, sin más idea que la de captar todos los sonidos que llegasen de
tan dulce melodía.
Estos sonidos deliciosos eran oídos a medias: languidecían, se
retrasaban, cesaban del todo, y de vez en cuando eran renovados después
de ciertos intervalos. Pero aparte de que la música, como la belleza, es
a menudo más deliciosa, o por lo menos más interesante a la imaginación,
cuando sus encantos están medio velados, y se deja a la imaginación el
suplir lo que con la distancia resulta detallado imperfectamente, Quintín
tenía asuntos suficientes en que emplear su imaginación durante los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]