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del muchacho.
Así se hizo. Y no se detectó droga alguna.
Faltaba la tercera y última etapa de la estrategia: conversar con el propio Eduard y averiguar
qué estaba pasando. Sólo si se hallaba en posesión de todas las informaciones podría tomar
una decisión que le pareciese correcta.
Padre e hijo se sentaron en el salón.
-Tienes preocupada a tu madre -dijo el embajador-. Tus notas han bajado tanto que hay riesgo
de que no te renueven la matrícula.
-Mis notas en el curso de pintura han subido, papá.
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-Encuentro muy gratificante tu interés por el arte, pero tienes toda tu vida por delante para
hacer eso. En este momento lo importante es terminar tu curso secundario, para que puedas
ingresar en la carrera diplomática.
Eduard meditó concienzudamente antes de decir nada. Rememoró el accidente, el libro sobre
los visionarios -que al final le había señalado el camino para encontrar su verdadera vocación-
, pensó en María, de quien no había vuelto a tener noticias. Vaciló mucho, pero por fin
respondió:
-Papá, yo no quiero ser diplomático. Quiero ser pintor.
El padre ya estaba preparado para esta respuesta y sabía cómo conjurarla.
-Serás pintor, pero antes termina tus estudios. Organizaremos exposiciones en Belgrado,
Zagreb, Ljubljana y Sarajevo. Con la influencia que tengo puedo ayudarte mucho, pero antes
es preciso que termines tus estudios.
-Si hago eso sería escoger el camino más fácil, papá. Entraré en cualquier facultad, me
diplomaré en algo que no me interesa pero que me permitirá ganar dinero. Entonces la pintura
quedará en un segundo plano y yo terminaré olvidando mi vocación. Tengo que aprender a
ganar dinero con la pintura.
El embajador empezó a irritarse.
-Tienes todo, hijo mío: una familia que te quiere, casa, dinero, posición social. Pero, ¿sabes?,
nuestro país está viviendo un período complicado; hay rumores de guerra civil. Podría ser que
mañana yo ya no estuviera más aquí para ayudarte.
-Sabré ayudarme yo mismo, papá. Confía en mí. Un día pintaré una serie llamada «Las
visiones del Paraíso». Será la historia visual de aquello que los hombres y las mujeres
sintieron en sus corazones.
El embajador elogió la determinación del hijo, terminó la conversación con una sonrisa y
decidió dar un mes más de plazo. Al fin y al cabo, la diplomacia es el arte de postergar las
decisiones hasta que ellas se resuelvan por sí mismas.
Pasó el mes. Y Eduard continuó dedicando todo su tiempo a la pintura, a los amigos extraños
y a escuchar músicas que, probablemente, debían de provocar algún desequilibrio psicológico.
Para agravar el cuadro había sido expulsado del colegio americano por discutir con la
profesora acerca de la existencia de santos.
En una última tentativa, ya que no era posible postergar una decisión, el embajador volvió a
llamar al hijo para tener una conversación entre hombres.
-Eduard, tú ya estás en edad de asumir la responsabilidad de tu vida. Hemos aguantado todo
lo posible, pero es hora de acabar con esta tontería de querer ser pintor y, por el contrario, dar
un rumbo a tu carrera.
-Papá, ser pintor es dar un rumbo a mi carrera.
-Estás ignorando nuestro amor, nuestros esfuerzos por darte una buena educación. Como tú no
eras así antes, sólo puedo atribuir lo que está pasando a una consecuencia del accidente.
-Puedes estar seguro de que os quiero más que a cualquier otra persona o cosa en la vida.
El embajador carraspeó. No estaba acostumbrado a manifestaciones de cariño tan explícitas.
-Entonces, en nombre del amor que nos tienes, por favor, haz lo que tu madre desea. Deja por
algún tiempo esta manía de la pintura, búscate amigos que pertenezcan a tu nivel social y
vuelve a los estudios.
-Tú me quieres, papá. No puedes pedirme eso porque siempre me diste un buen ejemplo
luchando por aquello que querías. No puedes querer que yo sea un hombre sin voluntad
propia.
-He dicho «en nombre del amor». Y nunca lo había dicho antes, hijo mío, pero te lo estoy
pidiendo ahora. Por el amor que nos tienes, por el amor que nosotros te tenemos, vuelve al
hogar, no simplemente en un sentido físico sino en un sentido real. Te estás engañando,
huyendo de la realidad.
»Desde que naciste, nosotros hemos alimentado los mayores sueños de nuestras vidas. Tú eres
todo para nosotros: nuestro futuro y nuestro pasado. Tus abuelos eran funcionarios públicos y
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yo tuve que luchar con denuedo para entrar y ascender en esta carrera diplomática. Todo esto
solamente para abrir un espacio para ti, hacer las cosas más fáciles. Aún guardo la pluma con
la que firmé mi primer documento como embajador; y la he guardado con todo cariño para
pasártela a ti el día en que tú hagas lo mismo.
»No nos decepciones, hijo mío. Nosotros ya no viviremos mucho, queremos morir tranquilos
sabiendo que tú estás bien encaminado en la vida.
»Si realmente nos amas, haz lo que te estoy pidiendo. Si no nos quieres, continúa con tu
conducta actual.
Eduard pasó muchas horas mirando al cielo de Brasilia, viendo las nubes que paseaban por el
azul: bellas, pero sin una gota de lluvia para derramar en la tierra seca de la meseta central
brasileña. Estaba vacío como ellas.
Si él persistía en su determinación, su madre terminaría consumida de sufrimiento, su padre
perdería el entusiasmo por proseguir con su carrera diplomática y ambos se culparían por
haber fallado en la educación del hijo querido. Si desistiese de la pintura, las visiones del
Paraíso nunca verían la luz del día y nada más en este mundo sería ya capaz de suscitarle
entusiasmo o placer.
Miró a su alrededor, vio sus cuadros, recordó el amor y el sentido de cada pincelada y los
encontró a todos mediocres. Él era un fraude, estaba queriendo ser algo para lo cual nunca
había sido elegido y cuyo precio sería la decepción de los padres.
Las visiones del Paraíso eran para los hombres ;elegidos, que aparecían en los libros como
héroes y mártires de la fe en aquello en que creían. Gente que ya sabía desde la infancia que el
mundo los necesitaba. Lo que estaba escrito en el libro era invención de novelista.
Durante la cena dijo a los padres que tenían razón: que aquello era un sueño de juventud, y su
entusiasmo por la pintura también ya había pasado. Los padres se pusieron muy contentos, la
madre lloró de alegría y abrazó a su hijo; todo había vuelto a la normalidad.
Por la noche el embajador celebró secretamente su victoria abriendo una botella de champán,
que se bebió solo. Cuando se dirigió a su habitación, su mujer, por primera vez en muchos
meses, ya estaba durmiendo, tranquila.
Al día siguiente encontraron el cuarto de Eduard en estado caótico; las pinturas habían sido
destruidas con un objeto cortante y el joven se hallaba sentado en un rincón, mirando al cielo.
La madre lo abrazó, le expresó cuánto lo quería, pero Eduard no respondió. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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