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recogerla y la acompañaran a la clínica.
 No. Nada de voluntarios.
 ¿Por qué no?
 No va a ocurrir nada, lo presiento. Además, los voluntarios no le sirvieron de mucho a ese médico de
Florida.
 De acuerdo. Pero entra con el coche hasta el aparcamiento de la clínica; habrá una persona
guardándote el sitio más próximo a la puerta. Además nunca se había visto por aquí tanto coche de la policía, así
que estamos muy seguras.
 Muy bien  dijo ella.
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El jueves volvió el pánico.
R.J. se sintió agradecida al ver que un coche patrulla la esperaba en los límites de Springfield y la
seguía discretamente, un par de vehículos más atrás, por las calles de la ciudad.
No había manifestantes. Una de las secretarias de la clínica estaba guardándole el sitio de aparcamiento,
como Barbara le había prometido.
El día resultó tranquilo y sin complicaciones, y cuando dieron por terminado el último caso, incluso
Barbara se mostraba visiblemente relajada. La policía volvió a seguirla hasta el límite del municipio, y de pronto
R.J. pasó a ser una más entre los numerosos conductores que se dirigían hacia el norte por la I 91.
Al llegar a casa tuvo una agradable sorpresa: George Palmer le había dejado en el porche una bolsita
con patatas nuevas del tamaño de una pelota de golf, y una nota aconsejándole que se las comiera hervidas y
aderezadas con mantequilla y un poco de eneldo fresco.
Las patatas pedían a gritos el acompañamiento de una trucha, así que R.J. desenterró unas cuantas
lombrices y fue en busca de la caña de pescar.
Hacía el calor propio de la estación. Al internarse en el bosque, el frescor fue como una bienvenida. El
sol que se filtraba por el dosel de árboles proyectaba un intrincado dibujo moteado.
Cuando el hombre surgió de entre las sombras más profundas, fue como si se cumplieran sus temores de
ser atacada por el oso. R.J.
tuvo tiempo de ver que era grande, con barbas y melenas como Jesucristo, y de pronto empezó a golpear
frenéticamente con la caña de pescar el pecho del desconocido.
La caña se partió, pero ella siguió golpeándole porque había descubierto quién era.
Los poderosos brazos se cerraron en torno a ella, y la presión de su barbilla le hizo daño en la cabeza.
 Ten cuidado, se ha soltado el anzuelo. Se te puede clavar en la mano.  Hablaba con los labios
hundidos entre sus cabellos . Has terminado el sendero.
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LIBRO IV
LIBRO IV
La Doctora Rural
45. El relato del desayuno
45. El relato del desayuno
Minutos después de que David le hubiera dado un susto de muerte en el sendero del bosque, se sentaron
en la cocina de R.J. y se contemplaron mutuamente, todavía con un poco de temor. Les resultó muy difícil
empezar a hablar. La última vez que habían estado juntos se habían mirado por encima del cadáver de su hija.
Ninguno de los dos era como el otro lo recordaba. «Es como si se hubiera disfrazado», pensó ella, que
echaba de menos la coleta y se sentía intimidada por la barba.
 ¿Quieres hablar de Sarah?
 No  se apresuró a responder David . Es decir, ahora no.
Quiero hablar de nosotros.
 ¿Por qué has venido?
 No podía dejar de pensar en ti.
 Cuánto honor... Así, sin más. Ni una palabra durante un año, y de pronto «Hola, mi querida R.J. He
vuelto». ¿Cómo sé que el primer día que tengamos una discusión no te meterás en el coche y desaparecerás
durante otro año? ¿O cinco, o siete años?
 Porque yo te lo digo. ¿Querrás pensarlo, al menos?
 Oh, sí, lo pensaré  replicó con tanta amargura que él apartó la cara.
 ¿Puedo quedarme a pasar la noche?
R.J. estuvo a punto de negarse, pero se dio cuenta de que no podía.
 ¿Por qué no?  contestó, y se echó a reír.
 Me tendrías que acompañar al coche. Lo he dejado en la carretera del pueblo y he venido andando
por la finca de los Krantz para coger el sendero del bosque desde el río.
 Bueno, pues vete andando a buscarlo mientras yo preparo la cena  respondió con hostilidad y
alzando un poco la voz, y él asintió sin decir nada y salió de la casa.
A su regreso, R.J. ya se había dominado. Le indicó que dejara la maleta en el cuarto de los huéspedes,
hablándole cortésmente como lo haría con cualquier invitado, y le ofreció una cena que no se podía considerar
un festín para celebrar la llegada del hijo pródigo: hamburguesas recalentadas, patatas al horno del día anterior y
compota de manzana en lata.
Se sentaron a cenar, pero antes de dar el primer bocado R.J. se levantó de la mesa y se precipitó a su
habitación, cerrando la puerta tras de sí. David le oyó conectar el televisor, y luego rumor de risas pregrabadas,
una reposición de  Seinfeld .
También oyó a R.J. Tuvo la intuición de que no estaba sollozando por ellos, y se acercó a la puerta y
llamó suavemente.
Estaba tendida en la cama, y él se arrodilló a su lado.
 Yo también la quería  susurró R.J.
 Ya lo sé.
Lloraron juntos como hubieran debido hacer un año atrás, y ella se apartó para dejarle sitio. Los
primeros besos fueron tiernos y con sabor a lágrimas.
 Pensaba en ti todo el tiempo.
Cada día, a cada instante.
 No me gusta la barba  dijo ella.
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Por la mañana, R.J. experimentó la extraña sensación de haber pasado la noche con alguien al que
acababa de conocer. Y no eran sólo el pelo facial y la ausencia de la coleta, pensó mientras preparaba zumos, de
pie en la cocina.
Los huevos revueltos y las tostadas ya estaban a punto cuando entró David.
 Esto tiene muy buen aspecto.
¿Qué hay en la jarra?
 Mezclo zumo de naranja con zumo de arándano.
 Antes nunca lo hacías.
 Bueno, pues ahora sí. Las cosas cambian, David... ¿Se te ha ocurrido pensar que quizás he conocido a
otra persona?
 ¿Es verdad eso?
 Ya no tienes derecho a saberlo.  Estalló toda su ira . ¿Por qué en vez de ponerte en contacto con Joe
Fallon no conectaste conmigo? ¿Por qué no me llamaste ni una vez? ¿Por qué esperaste tanto tiempo para
escribirme? ¿Por qué no me dijiste que estabas bien? [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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